lunes, 26 de noviembre de 2012

El punto de inflexión

La misma clase es diferente si se realiza con un grupo diferente. Como ante los experimentos de laboratorio, hay que probar varias veces lo mismo para aislar lo accidental, para llegar a la esencia de la cosa. No se puede saber si una actividad es acertada o no hasta que no se prueba varias veces. Por supuesto, ni probándola varias veces se puede tener nunca una certeza sobre qué es lo que se está haciendo; así funciona la betaoperatoriedad. Pero repitiendo con distintos grupos la misma clase se llega a algo más que a conocer la actividad que se está haciendo: se llega a conocer a los alumnos (aunque no individualmente (tengo más de quinientos)).

Durante las dos últimas semanas estuve haciendo una dinámica sobre las profesiones con los alumnos de 4º de ESO. Era una de las pruebas del concurso televisivo "El que hable francés... ¡pierde!", y consistía en que los alumnos, por turnos, representasen mediante mímica profesiones (previa elección al azar). Los otros alumnos, por equipos, tenían que adivinar el nombre. Y cada vez que una persona dijese algo en francés, su equipo perdía un punto.

Normalmente, cada vez que realizo una actividad hay acciones idiográficas, que suceden en una clase y no en las demás. En una, una alumna me pregunta, con picardía, si hablar languedoccien quita también puntos (yo le digo que quita más); en otra la idea se les ocurre el alemán (yo le digo que evidentemente no quita puntos porque no merece la pena: ¡es más difícil que el español!)... En un grupo se quedan callados y concentrados para evitar equivocarse, en los otros acusan a gritos y señalando con el dedo a los equipos rivales: "¡Él hablar francés!".

Pero hay un común denominador en esta actividad, uno que se refiere a los alumnos, y es muy tierno y peculiar. Siempre, en todos los grupos, cuando aparece la profesión "rey" hay un alumno o alumna que dice, con indignación,  "¡Eso no es una profesión!".

La identidad nacional está ahí. Nunca había creído seriamente en ella, pero está ahí. No en el individuo, sino en la masa. El individuo ya tiene bastante con gestionar su propia identidad como para que encima le carguemos con la otra.

En Francia hay algo que no hay en España, un aire que exhalan las banderas y el lema "Liberté, égalité, fraternité" que adornan, orgullosos, escuelas y organismos oficiales. La Marsellesa les parece horrorosa a la mayoría de los ciudadanos, pero algo de ese espíritu sigue. No deja de darme la impresión que el país corre menos el riesgo de cometer errores graves porque tiene ese sustento ideológico detrás. La Revolución forma parte de su esencia como pueblo, y renunciar a esos valores sería una traición profunda a sí mismos (lo que no implica que no lo puedan hacer, simplemente lo dificulta). El pasado hace de sustento, y así hace de impulso. Liberté, égalité, fraternité.

Ante eso está la España de charanga y pandereta. Ha habido mucho más, por supuesto, pero nada tan radical, impactante y liberador como la Revolución Francesa. Nuestros vecinos han tenido su momento clave, pero nosotros no. No hay un punto de inflexión en nuestra historia que nos impida una vuelta atrás. Por eso, aunque nuestro pasado tenga sus cosas buenas, no deja de ser un fantasma del que huir. El peligro de una recesión ideológica, de una vuelta a valores más casposos y comunitarios, nos acecha y nos acechará siempre. Avanzamos por la pendiente, pero cualquier descuido nos hará descender, maltrechos y magullados, de nuevo hasta la falda de la montaña.