Los alumnos franceses son diferentes.
Esperan en fila silenciosa antes de entrar en clase. Cuando están
dentro quedan esperando, de pie y sin decir una palabra ante su
silla, hasta que reciben la orden de sentarse. Cuando un secretario o
un orientador entra en el aula, se ponen de pie inmediatamente (a
todo lo anterior casi me he habituado, pero esto aún me da
escalofríos). Por suerte, en el comedor de este instituto los
profesores no se cuelan sistemáticamente, pero algunos alumnos te
ceden el puesto aunque les digas que no. Para dejar la bandeja
también lo hacen, retirándose con un respingo si han llegado poco
antes que tú. Ejecutan todos estos actos con una enorme sonrisa de
placer.
Los alumnos franceses son deferentes. Y
no sólo los alumnos. Casi tengo miedo a habituarme a este mundo de
algodones sociales y luego hacerme sangre con la aspereza de nuestra
cultura. La cordialidad en las relaciones personales con los
desconocidos es extrema, todo son cantarinas fórmulas de cortesía y
preocupación por el bienestar del otro. Es un universo grato, de
colores pastel, aunque a veces un poco vacuo. Hablando con una amiga
alemana, el otro día, comentábamos la cantidad de fórmulas que
tienen los franceses, la predicibilidad del esqueleto de sus
conversaciones. Ella, que trabaja en un camping, se encuentra con que
cuando tiene clientes franceses sabe qué decir en cada momento: les
muestra la tienda de campaña y exclama “Et voilà !”, ese tipo
de cosas. Cuando los clientes son alemanes, en cambio, se encuentra
huérfana de fórmulas y asideros, en medio de una noche oscura
carente tanto de deliciosas farolitas como de fuegos de artificio. Mi
amiga no habla español, pero si lo hiciese se toparía con el mismo
problema.
El lenguaje crea mundo y el mundo crea
lenguaje. Francia es un vivo reflejo de su lengua, un lugar solemne y
confortable, de jerarquías tan claras que se imponen como
inevitables. Un país que ha cortado el cuello a sus reyes pero no
acierta a prescindir de las puntillas y las pelucas