miércoles, 29 de octubre de 2014

Aire

Estoy con Popper cuando alaba el papel de las prohibiciones, de ese marco ordenador de la vida. Un marco que no sólo no mata la libertad ni la creatividad, sino que las excita. En ciencia, esas barreras permiten la comprensión y la manipulación del mundo; en política, el desarrollo de vidas que no tienen que preocuparse por la maldad del vecino. En educación impiden que el tierno niñito se convierta en un ser despreciable; en política educativa, que el sistema degenere.

¿Más prohibiciones aseguran más creatividad y más libertad? Yo diría que al principio sí, luego ya no. Los marcos de los que hablaba Popper siguen siendo necesarios para ubicarnos y ubicar a nuestros alumnos, son "noes" que originan muchos "síes". Pero todo lo inesperado es un delito en potencia, y cuando la lista de interdicciones es muy extensa, acaba siéndolo en acto. La innovación queda proscrita y su lugar lo ocupa la tranquilizadora rutina. El ronco runrún de la rutina, de los ritos.

En nuestra peculiar lista de mandamientos, algunos resultan liberadores y otros opresivos. Resulta liberador el temario de la materia, que desde su apertura nos obliga a trabajar la cultura hispanoamericana más de lo que lo hubiésemos hecho naturalmente. Que nos situa ante un animal vivo, enorme y escurridizo. Es opresivo, en cambio, el mandamiento de terminar cada hora de clase con una traza escrita. ¿Qué necesidad hay? A la divinizada traza escrita se le llama también "fijación de conocimientos". ¿Los conocimientos se fijan si y solo si aparecen en el resumen del día?

Hay unos cuantos mandamientos que, paradójicamente, resultan liberadores y opresivos a la vez. La obligación de uso de materiales auténticos no didactizados es uno de ellos. Por una parte, nos libera de la exclavitud del libro de texto (una tentación que no siempre sería fácil evitar). Por otra, nos machaca si tenemos alumnos que casi no saben el idioma, haciéndonos perder muchísimo tiempo buscando algo que tal vez no exista y que nosotros podríamos crear en cinco minutos. Además, con esta limitación lo lúdico se dificulta y se rompe el hechizo de la imaginación, del engaño. Hechizo que por otra parte ya estaba bastante escacharrado, por ese otro mandamiento que nos obliga a explicitar al comienzo de cada hora de clase los objetivos de la sesión.

 Un marco muy recargado no tiene por qué hacer más hermoso al cuadro. Corre el peligro de ahogarlo. Si los límites son importantes, también lo es el aire. Porque, como saben los fotógrafos, los pintores y los cineastas, es allí, en esos espacios vacíos, donde todo ocurre.

jueves, 23 de octubre de 2014

¿En qué medida?

Yo era muy feliz con mis problemáticas. Hasta que llegaron ellos.

Mis problemáticas eran silvestres, caprichosas, estrafalarias. Como eran los títulos de las Unidades Didácticas se envalentonaban, volviéndose estridentes, pinchando a mis alumnos o dejándolos sin saber muy bien qué decir, con cierto sentimiento de extrañeza. Eran problemáticas problemáticas, estaban- o al menos así lo sentía yo- vivas.

Pero entonces llegaron ellos. Y nos explicaron (a mitad del primer trimestre) cómo debe ser y cómo no debe ser una problemática.

-Por supuesto, la formulación es algo vital. No se puede formular una problemática de cualquier manera. Siempre hay que medir las palabras. Aunque es bien sabido que muchas formulaciones son equivalentes, sólo que unas lo dicen como debe decirse y otras no. Hay que encontrar la forma de formular lo que quieres formular como debe formularse. Tenemos dos reglas: una que prohíbe preguntas a las que se pueda dar una respuesta de tipo sí/ no y otra que prohíbe preguntas a las que se pueda responder por un catálogo. Si no, la respuesta que nuestros alumnos darán al final de la Unidad no será profunda ni reflexiva.

(“Pero yo les pediré que justifiquen su respuesta, yo evitaré que hagan ese catálogo. En el fondo, el nivel de profundidad de una respuesta dependerá de mi voluntad y de la de mis alumnos.” “No, una problemática debe suscitar por sí sola esa respuesta profunda.” Mon dieu, como logremos tal cosa eso sí que será un acto de habla, el mayor desde que el verbo se hizo carne.)

-Veamos... qué curioso. Parece que no podemos comenzar nuestra pregunta como queramos. Así no... así tampoco... tachemos el “cómo”... también el “por qué”... no, esa todavía menos. Ya está: en realidad sólo hay una formulación posible para una problemática. Todas ellas deben comenzar por “¿En qué medida...?”. Por ejemplo, “¿En qué medida los héroes de antes son diferentes a los de ahora?”

Cómo explicar que a ese tipo de pregunta se puede responder tanto con un laconismo binario (absolutamente/en ninguna medida) como con un catálogo (formado por la retahíla de tesis de los documentos trabajados en clase). Cómo denunciar de manera respetuosa ese cientificismo vacuo e infantil, empeñado en medir lo inconmensurable (¿son diferentes en un 60%? ). Cómo no llorar esa pérfida pérdida de frescura, cómo ignorar el dolor del fondo encorsetado por la forma, cómo no aborrecer la gris monotonía de la repetición. Problemáticas sintéticas, problemáticas clónicas, problemáticas al pormayor. Problemáticas a las que se dará respuesta siempre de la misma manera, (un método, otro más, aquí todo son recetas). Así funciona todo, así todo funciona.

Yo era muy feliz con mis problemáticas hasta que llegaron ellos. Ahora no las reconozco, huelen a desinfectante, están frías al tacto. Son problemáticas lobotomizadas, quietas y rígidas, de rostro serio, sus ojos de besugo miran sin ver. Darían risa si su enfermedad no fuese contagiosa. Resulta siniestro este batallón de estatuas.

martes, 23 de septiembre de 2014

Platón y Aristóteles en clase de español

Cuando estaba en el Pueblito, la Inspección nos mandaba estructurar las Unidades Didácticas a partir de una Tâche Finale, es decir, de una tarea final de cierta complejidad. Las otras actividades y aprendizajes tenían sentido en la medida en que iban dando los recursos necesarios para la consecución este fin. Por ejemplo, si la Tâche Finale era crear un cartel para promocionar una ciudad, durante la unidad se vería el vocabulario de la ciudad, el imperativo, diferentes estrategias publicitarias, el tipo de actividades que hacen los turistas... La Tâche Finale era una auténtica causa final que tiraba de todo lo demás, estimulando su desarrollo. Estructurar una Unidad así es bonito, está dado a escala humana: en el mundo extra-escolar funcionamos de esa manera. Además, permite darle importancia a la creatividad y le otorga un valor al trabajo del alumno, moviéndose a veces por esos resquicios que no atiende ninguna asignatura en concreto.

Ahora trabajo para otra Académie (para otra Consejería de Educación) y en el curso de una semana que nos dieron antes de nuestra “toma de posesión”nos dejaron claro que aquí la “tâche finale” está proscrita. Está terminantemente prohibido incluso pronunciar su nombre. A lo sumo, podemos decir Tâche Complexe, como un eufemismo, y con moderación, siempre mirando a ambos lados del pasillo por si acaso alguien nos está escuchando. Porque ninguna tâche tiene el derecho de tirar de nuestra Unidad Didáctica, toda tâche es mundana, impura y limitada. En esta Académie el principio supremo organizador de nuestras unidades es... la problemática.

De manera que nos encontramos de nuevo inmersos en el apasionante mundo de las problemáticas. La lengua, como es a la vez medio y fin, es un estorbo inmenso para trabajar esas cuestiones metafísico-culturales. Y es que para acceder a los documentos (que además tienen que ser reales, los documentos ficticios o adaptados están tan prohibidos como las tâches finales) hacen falta unos conocimientos lingüísticos que hay que ir proporcionando a los alumnos sobre la marcha, a partir de los que ya tienen. Y a veces tienen pocos. A mis dos grupos de Première (de una modalidad que está a medio camino entre el Bachillerato y la FP de grado medio) las palabras se les atragantan cuando tienen buenas ideas que se acercan a la problemática que estamos trabajando. Intentar hacerles volar tan alto un viernes a las cuatro de la tarde garantiza que te estampen contra el suelo (y más si estamos hablando de un grupo de treinta y dos chicOs).

Pero no me quejo. Por suerte me ha tocado un lycée, y puedo hacer problemáticas que van más allá de meros simulacros (con unos alumnos de collège que están aprendiendo el verbo “comer” pocos debates culinarios en español vamos a tener). Cuando los alumnos saben ya algunas cosas y tienen cierta madurez, crear una Unidad Didáctica a partir de una problemática es muy gratificante. Todo encaja, hay un argumento, se ven varias líneas de fuerza: un auténtico placer. Luego al cocer todo mengua, pero me gusta creer que algo queda de esa estructura original.

Lo que sí que no comparto es la idea de que esta forma de programar permita a los alumnos tratar con lo más elevado a la vez que con lo más terrenal, con la Cultura con C mayúscula a la vez que con las culturillas, con los protocolos académicos a la vez que con las cervezas. Nada de eso: estamos completamente del lado de lo contemplativo y deberíamos asumirlo. Miramos a esa Problemática que flota irradiando divinidad y nos pican los ojos. La intensidad de la luz nos obliga a fijar la vista en el suelo, en los textos, películas, cuadros y fotografías. Negociamos con los particulares para que nos muestren el camino para acceder a ese bien, y milagrosamente lo conseguimos porque cada uno de ellos participa de las grandes ideas ordenadoras, en cada uno de ellos encontramos ciertas semillas de Verdad.

Póngase usted a desgranar la Verdad con treinta y dos alumnos que tienen problemas hasta con el presente de indicativo.

domingo, 31 de agosto de 2014

Vous

Un profesor (un excelente profesor) de la formación que tuvimos hace unos días nos hablaba de la importancia de transmitir la cultura española. En concreto, nos desaconsejaba que nuestros alumnos exclamasen “presente” al pasar lista, porque en España eso ya no lo decía nadie y si no, si alguna vez alguno tenía que estudiar allí, todos sus compañeros de clase se reirían de él. A mí el “presente” no me parecía tan terrible, pero otra práctica me parecía mucho más difícil de importar a la tierra patria, así que levanté la mano para preguntar si sería aconsejable pedir a los alumnos que nos tuteasen cuando nos hablasen en español. Su respuesta fue tajante: de ninguna manera. En Francia, a los profesores se les habla de “vous”, así que en español, de “usted”.

Tratar a alguien de “vous” es ligeramente diferente a tratarlo de “usted”. El propio término no es baladí: “vous” significa vosotros, es una cuestión de tamaño: ¿de qué otra manera podríamos dirigirnos a un individuo que posee una grandeza tal que desborda lo singular? No es uno, son muchos. Nuestro “usted” se queda en lo pacato, en el distanciamiento rudimentario de la lejanía. Usándolo, negamos que nuestro interlocutor sea un verdadero interlocutor, le miramos por el rabillo del ojo. Como buena tercera persona de singular, es aquello de lo que hablamos pero no con quien hablamos. Es un recurso muy radical, incluso desagradable, tal vez por eso nos da miedo y lo usamos lo menos posible.

A los franceses, el “vous” no les da ningún miedo. El tratamiento de cortesía está por todas partes, y no porque limite menos las relaciones sociales que nuestro “usted”. Limita lo mismo, y sin desentonar. Puede verse como el epifenómeno de una sociedad muy jerarquizada, pero también como la herramienta perfecta para mantener el status quo. Porque esa ordenación piramidal, con sus miles de ritos, es tal vez lo más sagrado que existe en Francia. Y no hay nada mejor para evitar que la estructura social se descomponga que impedir que los miembros de diferentes estratos puedan hablarse con comodidad.

En torno a esto hay un término muy llamativo: el “pedigrí”. A veces, los franceses se ponen a hablar de pedigrís. A un amigo mío se lo preguntaba el casero, para ver si le compensaba alquilarle el piso; yo tengo que confesar que nunca me lo había tropezado en directo hasta ayer, en una fiesta (me gustan las fiestas porque en ellas no hace falta plantearse si toca usar el “tu” o el “vous”), en medio de uno de los diálogos más surrealistas que nunca he mantenido:
-Y tú, ¿en qué trabajas?
-He estudiado Derecho y mi mujer es china.
-Eso no es un oficio
-Ya lo sé. Te estoy diciendo mi pedigrí.


Muchos franceses son ciegos a estas cuestiones, hay algunos que se prestan al juego y se enorgullecen de medrar en la escala social, hay otros que lamentan la existencia de tantas rigideces. Al margen de opiniones individuales, no cabe duda de que la sociedad francesa ha sabido encontrar los mecanismos para perpetuar su estructura jerárquica por los siglos de los siglos y de que esa jerarquía es, al fin y al cabo, su esencia, su núcleo, su alma, su cumbre.   

sábado, 2 de agosto de 2014

Burocracia

Cuando cubrí mis primeros impresos oficiales, hace unos catorce años, vigilé que cada letra que escribía fuese perfecta e inequívocamente interpretable. Confirmé diez o doce veces la veracidad de cada información que daba, releí el conjunto otras cuatro o cinco y entregué el impreso (que afortunadamente no tenía más de dos páginas) todavía con dudas de su validez. El temor a que una inexactitud se colase y me impidiese conseguir lo que quería era paralizante.

Por aquel entonces todavía no había descubierto que los adultos viven en un mundo de tentativas y aproximaciones. Un mundo en el que la perfección burocrática es un ideal, deseado e inalcanzable como todos. En el que las formulaciones son confusas, las cartas se pierden y los errores informáticos se multiplican. Una estructura altamente inestable que, sin embargo, se tiene en pie. El sistema es tontico pero en el fondo es bastante comprensivo: no se molesta por que en los últimos dos años hayas tenido unas seis direcciones diferentes; y te reconoce y te saluda aunque unos días estés normal, otros vayas con tilde y de un tiempo a esta parte te hayan puesto el otro punto.

Con carácter retroactivo

Parece que preparar oposiciones es una actividad que solo adquiere sentido retroactivamente, es decir, en caso de que se saque la plaza o se asegure una interinidad. En caso contrario, todos los días, meses o años que se han dedicado a su estudio se convertirán en tiempo muerto, desperdiciado, ofrendado a un dios inicuo que no escucha las plegarias. El pobre opositor verá como un pedazo de su vida se ha escurrido sin ganar dinero, sin vivir nuevas experiencias y, lo peor de todo, sin ni siquiera disfrutar.

La forma de escapar a este peligro es tener un plan B. Nadie debería vender su alma a unas oposiciones. Podría estar regalándola sin saberlo.

sábado, 7 de junio de 2014

Neonomadismos

Soy nómada. Y la mitad de mi generación también lo es. La otra mitad no, ellos siguen anclados en el sedentarismo tradicional. Nuestro nomadismo no es una vuelta al pasado prístino de los bisontes y las frutas silvestre. No vestimos raro ni descuidamos la higiene (afortunadamente), así que no nos diferenciamos de un sedentario cualquiera hasta que él o nosotros abrimos la boca. Cuando eso sucede, ni lo comprendemos ni nos comprende.

Los neonómadas comenzamos nuestra vida de cero un par de veces al año. Lo que nos mueve es siempre el trabajo aunque, todo hay que decirlo, el trabajo es muchas veces nuestra excusa. Tener un empleo lejos una estupenda manera de marcharse: nos da seguridad económica, algo que hacer y una respetabilidad social que no veas. Además (y casi es la razón principal) buscar un nuevo destino nos libera de padecer la inminente partida de todos los amigos neonómadas que hemos hecho aquí.

Para nosotros viajar ha dejado de ser algo trascendental y místico: nos sabemos todas las tarifas, conexiones y planes de ahorro de cuatro o cinco medios de transporte. Nos quedamos sopa en el tren con la tranquilidad de saber que no se nos pasará la parada. Nuestra maleta es cada vez más pequeña, más reducida, más destilada. En vacaciones visitamos a otros neonómadas, haciendo el que tal vez sea el tipo de turismo más profundo: el turismo del nativo. Nos integramos en la rutina de nuestros amigos, hacemos lo que hacen, sentimos lo que sienten, vemos la ciudad a través de sus ojos, que la saben mirar mejor. Para los turistas tradicionales todas las ciudades se parecen (y se parecen más cuanto más alta sea la categoría de su hotel); nosotros no somos esos guiris que van de museo en museo, no sentimos aquel temor de desaprovechar el tiempo por dejar sin ver una ruina o una reliquia.

Nuestro mayor defecto es la tendencia a indignarnos. Nos indignamos cuando en Asturias una sedentaria nos dice que lleva diez años sin ver a buena una amiga que vive en Galicia. Nos indignamos cuando una pareja de sedentarios crea un drama de telenovela por tener que estar sin verse durante un mes. Nos indignamos cada vez que un sedentario se lamenta de la aridez de su terruño laboral. Y nos volvemos proselitistas, intentando convertirles al neonomadismo, fracasando siempre. Los sedentarios ni siquiera salen de su casa para venir a hacernos una visita. 

Los neonómadas no sabemos si alguna vez querremos o podremos ser sedentarios. Estemos donde estemos, notamos que algo que nos falta, y movernos sin parar es una forma de luchar contra esa sensación de pérdida. De todas maneras, nunca llegamos a caer en la melancolía porque sabemos que sería inútil. Eso que añoramos casi nunca existe ya, es tan hijo del tiempo como del espacio. Igual que nosotros.

La única forma que tenemos de reunir a toda la gente a la que queremos es Internet. Nuestra patria debe de estar en algún lugar entre Facebook, Gmail, Skype y Whatsapp. De vez en cuando entramos en Google Maps y con el street view recorremos las calles de aquellos lugares que una vez fueron nuestros. Aterrizamos en un punto cualquiera de la ciudad y, paso a paso, vamos dirigiéndonos hacia nuestro hogar, sorprendidos de encontrar detalles que habíamos olvidado pero que estaban cargados de significado. Y creemos ver caras y oír voces, nos quema el sol, nos hace daño un zapato. Entonces nos sentimos viejos, nos sentimos locos, nos sentimos muertos, y renacidos, y muertos otra vez en una infinita concatenación de vidas.

sábado, 31 de mayo de 2014

La naturaleza gusta de ocultarse.

Cada vez que los franceses se enfrentan académicamente a algo, lo problematizan. Es decir, lo estudian a través de una pregunta. Como lo llevan haciendo desde su menos tierna infancia, les sale automáticamente. Si les das un par de textos los ubican dentro de una noción, formulan una pregunta estructuradora, exponen el plan de ataque (introducción, plan, tesis, antítesis, síntesis, conclusión) y apenas cinco horas después te lo materializan todo en forma de ensayo comprensivo y comprensible. Una decena de años de entrenamiento ha convertido a los franceses en seres que segregan problematizaciones.

Los españoles somos más vagos, más difusos, menos mecánicos en el ataque de los temas. No hay recetas universales. Muchas veces decimos cualquier cosa y cuela (habría que hablar también de la radical diferencia de baremos entre aquí y allá, nuestra generosidad evaluadora frente a su tacañería). Es posible que esto nos haga menos sólidos intelectualmente hablando, pero también menos dogmáticos. Somos capaces de concebir diversas formas de tantear el mundo, y tenemos cuidado para hacerlo de la forma en que nos pidan. En cambio, los marcos ordenadores del pensamiento de nuestros vecinos se convierten a veces en su única forma de ver el mundo.

Pero admitámoslo: ¡qué marcos! Me encanta la forma que tienen los franceses de interrogar a la realidad. Disfruto viendo cómo la sientan en la silla y le apuntan a la cara con la lámpara. Solo lamento la sordidez burocrática del informe, que a fuerza de rutina acaba por matar lo lúcido de lo disidente. Pero es un mal menor. Este tipo de búsqueda tiene un gran sabor filosófico, sea cual sea la materia en que se inserta. Contempla el mundo como un misterio resoluble en el que los particulares nos dan pistas sobre los principios ordenadores que sostienen la realidad. Unos principios a los que, por mucho que se escondan, acabaremos descubriendo y arrestando.

miércoles, 21 de mayo de 2014

El antropólogo en su pecera

Muchos de los que hicimos el examen escrito de las oposiciones de español éramos hispanoablantes nativos. Jugábamos con ventaja: si tu lengua es el español, la tarea de escribir algo medianamente coherente en español se simplifica bastante. Permite al menos la abstracción de la forma para percibir con más claridad el fondo. Los árboles nos dejan ver el bosque.

Si hemos aprobado los escritos, a los chorrecientos hispanoamericanos y a mí nos quedan los orales. Unos orales en los que tendremos que analizar y relacionar (en español) tres documentos y, a continuación, plantear una explotación didáctica (en francés) de los mismos. ¿Y sobre qué tratan esos documentos? Sobre la cultura de los países de habla hispana. Pueden ser fragmentos de novelas, poemas, teatro, ensayo o películas, recetas, carteles, artículos, discursos, cuadros, viñetas, esculturas, fotografías. Puede ser cualquier cosa idiosincrásicamente nuestra. "¡Qué suerte!", pensarán muchos, y pensaba yo, "¡Qué vamos a conocer mejor que nuestra propia cultura!". Ahí es donde confundimos lo implícito con lo explícito, el conocer a un autor con que su nombre nos suene; ahí es donde creemos que vivir entre estos lodos nos permite teorizar sobre aquellos barros. 
 
Los nativos vemos nuestra cultura de forma poco clara. Todo nos resulta familiar, pero no como elementos de grandes categorías cuya taxonomía hayamos aprendido en la universidad. Son brumas, retazos difíciles de separar de todas las demás brumas y retazos, formando la maraña que en buena medida nos hace lo que somos. El enfoque emic no nos hace mejores antropólogos, más bien al contrario. Ser nativos solo nos capacita para saber actuar ante otros nativos de una forma impecablemente integrada. No para transmitir, no para describir, no para comparar. Somos unos ineptos frente al francés que ha consagrado su vida a estudiarnos.

Los peces conocemos el sabor del agua, pero no sabemos explicar qué es. Ni siquiera nos es fácil hacer comprender ese sabor a los que no son peces. Pero no nos frustremos. Disfrutemos del placer de estudiar unas oposiciones viendo películas, mirando cuadros y descubriendo quiénes somos.

jueves, 20 de marzo de 2014

A la manera de Borges

Tras la lectura ligeramente decepcionante de El Aleph decido buscar otro libro del genial ciego, uno que me había impresionado hace tiempo hasta el punto de creerme en presencia de lo absoluto y sospechar que después de aquello nada en toda la historia de la literatura iba a ser mejor, igual, cercano, comparable. Un libro malvado que hacía desear no haberlo leído nunca. Uno que condenaba al fuego a todas las bibliotecas no por sacrílegas sino por fútiles. Olvidado el título de la opera magna hojeo miles de catálogos y en uno, polvoriento y desgastado por las arenas de los siglos, descubro una palabra que despierta en mí cierta resonancia: Ficciones. Consigo un ejemplar de la obra, si bien no el mismo que había leído aquella otra vez. La sospecha que siempre había albergado se confirma con una claridad ineludible en cuanto empiezo a leerlo. Es el mismo libro y no lo es: unos cuentos me resultan conocidos, otros sólo ligeramente familiares, unos parecen escritos ayer por alguien que nunca ha leído al gran Borges, los hay que reproducen una historia que nada tiene que ver con la que se deduce analíticamente de su título, no dicen nada o dicen demasiado. Ya lo sabíamos pero cerramos los ojos: cada libro es infiel a su modelo, una variación del original tan sutil que resulta imperceptible pero capaz de cambiar el significado de todas sus palabras.
Cómo abordar la tarea infinita de comparar una por una las letras de una obra, los espacios entre las líneas, las imágenes que suscita, las trampas que esconde, los porvenires que concreta. Estas segundas Ficciones carecen del brillo de aquellas que habían caído en mis manos tanto tiempo atrás. Son manifiestamente la copia, vago reflejo del original. La onda en el charco turbio o el eco en el abismo. No vivo ahora más que para buscar aquel ejemplar divino que encerraba en su interior todo lo esquivo del universo. Guardo el inconfesable temor de no encontrarlo jamás, de perderlo o perderme en el laberinto de sombras de los especímenes.

lunes, 17 de marzo de 2014

Demasiado bien

"C'est trop bien, ça !" Los adolescentes franceses, cuando querían destacar hasta qué punto algo estaba bien, decían que estaba demasiado bien. Era un "demasiado" no peyorativo, la expresión de un entusiasmo que rayaba la incredulidad. De la misma manera, exclamaban que alguien era demasiado majo, o que la tortilla de patata estaba demasiado buena. A su profesora de francés esta costumbre le ponía de los nervios, y se pasaba la vida intentando erradicarla. A cada uno de aquellos "trop" le oponía un indignado "très", que significa "mucho". De esta manera se embarcaba en una lucha por la moderación perdida en la que lo bello plantaba cara a lo sublime y el clasicismo arañaba con sus aseadas uñas la maquillada cara del barroco. Una guerra necesaria. El mundo de lo medido, de lo lógico, de lo proporcionado, estaba en juego ante aquellos bárbaros.

La profesora tenía buenos motivos para actuar así: muchos de sus alumnos no se daban cuenta de que utilizaban el "trop" de una forma poética. No eran conscientes de sumergirse tanto en lo coloquial que se empapaban de lo ilícito. Además, la clase de francés era el lugar donde enseñar a la gente a hablar su lengua como Dios, o la República, manda. Pero los que no somos profesores de francés podemos permitirnos decir que el recurso de los adolescentes es razonable y responde a una necesidad real.

Pensemos que el concepto de "bien" es representable por un cuadradito. Si decimos "Esto está bien", sin más, podemos imaginarnos el cuadradito relleno, no sé, en un setenta o un ochenta por ciento. Si en cambio decimos "Esto está muy bien" la cosa subirá a un noventa. ¿Extremadamente bien? ¿Lo mejor del mundo? Según nuestro entusiasmo lograremos llegar a un noventa y ocho o noventa y nueve. Incluso si dejamos de considerar el bien puro como una idea límite y erigimos a esta cosa de aquí como su más suprema instanciación, a lo más que llegaremos será a rellenar todo el cuadradito.

Los adolescentes franceses son capaces de desbordar la casilla con una simple palabra. Ante eso, tenemos que quitarnos el sombrero. ¿Hasta qué punto los medios que utilizan para comunicar son legítimos? En francés "exagerar" se dice de la misma manera que "abusar". Podemos decir entonces, sin temor a controversias: "Ils exagèrent !".

jueves, 13 de marzo de 2014

Mito y mito


El programa de las oposiciones francesas gira en torno a cuatro obras:
-El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez
-Crónica sentimental de la transición, de Manuel Vázquez Montalbán
-El burlador de Sevilla, de Tirso de Molina
-El laberinto de la soledad, de Octavio Paz

y a cuatro nociones:
-Mito y héroe
-El personaje, sus figuras y sus avatares
-El artista y su época
-Memoria: herencias y rupturas

El examen consiste en desarrollar una de las nociones, a la vista de tres documentos entre los que se encuentra un fragmento de una de las obras del programa.

Alguien por Internet comentaba un hallazgo maravilloso: ¡las obras y las nociones estaban emparejadas! Cada noción encajaba limpiamente con una y solo una de las obras del programa. El descubridor parecía eufórico, presentaba sus parejas con el alivio de dividir entre cuatro la complejidad de la preparación del examen. Pero se engañaba: las nociones son maniquíes a las que les sientan bien todos los vestidos. Un libro está escrito por alguien, en algún momento, partiendo de algo dado y creando (por poco que sea) algo nuevo. Tendrá personajes, o como mínimo, dará cabida a la pregunta por la ausencia de personajes. Y, desde el momento en que en él aparezca una palabra, estará repleto de mitos.

La noción de mito y héroe es la más hermosa y profunda de todas las que proponen. Y no solo porque parezca que cada una de las obras del programa se la disputen, atrayéndola para sí, erigiéndose en sus sumas representantes. El mito (que acaba fagocitando al héroe porque el héroe, cuando más héroe, más mito) acepta mil aproximaciones diferentes, y las mil acaban conduciendo a la esfera platónica poblada por los universales. La discusión sobre el mito lo es sobre su relación con lo mundano. Puede ser el paraíso perdido pero recuperable a través del rito, como decía Mircea Eliade, y entonces el ser humano se vería impelido a dignificar el presente para salvarse del sinsentido de la Historia. Puede ser un pedazo del alma que late en una identidad nacional, como decía Maeztu, y que en el alma española estén o deban estar el Don Juan, la Celestina y el Quijote. Puede ser tantas, y tantas cosas.

Hablar del mito es hablar de la esencia. Estamos hablando de la esencia del mito; podemos hablar del mito de la esencia, aunque no parece que sea lo mismo. No parece. Pero tras cavar unos centímetros en el suelo del lenguaje y del ser, tras quitar esa primera capa de sospecha y desconfianza que cubre la palabra mito, nos encontramos con ese mundo brillante en el que todo tiene, de una u otra forma, cabida. De ahí su fertilidad explicativa. De ahí la catarsis, de ahí las lágrimas y las risas. Todo es lo suficientemente claro y lo suficientemente vago. Los mitos crean mundo, en cierto modo son el mundo, al menos lo son de la única manera en la que logramos acceder a él. A través de las esencias, de las palabras. Hay un mito dentro de cada ente, de cada gesto, de cada idea.

No hay un paso del mito al logos. Dentro del logos se encuentra el mito; dentro del mito se encuentra el logos.

jueves, 6 de marzo de 2014

El barquito

-1. Todo indica que en 2014 no habrá oposiciones de Filosofía en ninguna Comunidad Autónoma. En 2016 está previsto que haya pero... ¡un momento! En 2016 se aplicará la LOMCE en 4º de ESO y en 2º de Bachillerato. ¿Harán falta, entonces, profesores de Filosofía?



-2. Todos los franceses con los que he hablado del tema consideran que la Filosofía es un tostón. Las clases que recibieron en el instituto les presentaban la materia de una forma sosa y árida. El profesor hablaba, los alumnos escuchaban y deglutían. En teoría se les exigía madurez y reflexión; en la práctica, memoria y savoir faire. El formato de ensayo que lucían sus exámenes no era más que un disfraz.

La Filosofía que habían recibido les había rozado sin traspasarles. Ojeando algunos libros de texto de Filosofía franceses me encuentro con la misma sensación. Grandes parrafadas, divagaciones huecas, falta de brillantez. Lejanía. Sopor. Supongo que su Filosofía no siempre es así, pero sospecho que lo es a menudo.



-3. Era el segundo día del viaje de estudios. Los cincuenta y un alumnos y los cinco profesores estábamos impregnándonos de Santander. Habíamos recorrido caminitos entre los acantilados, sacando miles de fotos. Habíamos comido en la Península de la Magdalena, disfrutando de un día que era más de agosto que de febrero. Habíamos visitado el Museo del Cantábrico, y de alguna extraña manera conectado con los peces. Y ahora estábamos subiendo a un barquito que nos llevaría a dar una vuelta por el mar. Yo me senté en la última fila de asientos, entre una decena de alumnos de troisième (tercero de ESO), y ellos sacaron a colación un tema que teníamos pendiente desde hacía un par de meses: mi opinión sobre la nueva ley del aborto española.

Cuando me habían preguntado lo mismo en clase, yo me había negado a decir lo que pensaba, alegando la exigencia de neutralidad de la Educación Nacional francesa y señalando con una sonrisa irónica que si estuviésemos en el sistema educativo español mis labios no estarían sellados. Ahora que estábamos en España, decían ellos entre risas, ya no tenía ninguna excusa para no pronunciarme. Pero yo seguí en mis trece: ¡la Academie me estaba pagando, mis obligaciones eran las mismas! Ellos preguntaron a otros dos profesores que estaban cerca y escuchaban la conversación, ellos dijeron lo que pensaban. Los ojos de los alumnos se clavaron entonces en mí. Simulé reflexionar para buscar una solución de compromiso. "Vale, sin atentar contra la exigencia de neutralidad, yo os puedo decir que respecto al tema del aborto... me gusta mucho la ley francesa".

El barco pegaba ligeros botes. Los alumnos estaban satisfechos con mi respuesta, pero ahora se interesaban por la falta de neutralidad del sistema español. ¿Eso era malo? Tal vez no, porque los alumnos podían decirle al profesor que no estaban de acuerdo y dar argumentos, ¿no? ¡Igual incluso actuando así  había menos adoctrinamiento! Los alumnos me preguntaron si en España yo era profesora de Francés. Yo les dije que no. Ellos no sabían lo que era la Filosofía.

Saqué un bolígrafo, lo sujeté con tres dedos por un extremo. ¿Si lo suelto, caerá? Representé el "show", el pack básico de introducción a la epistemología. Fue sumamente efectivo. Entre cabezada y cabezada del barco habíamos salido de la Bahía de Santander, la tierra firme estaba lejos, a nuestro alrededor todo era mutable y flexible. Incluso la Ley de la Gravedad. En el aire flotaba una vaga sensación de irrealidad. ¿Qué hacíamos allí?  Los alumnos sintieron la fascinación del vértigo y cuando terminé de hablar hubo unos segundos de silencio en los que nadie se atrevía a moverse. Y entonces la voz de una profesora rompió el hechizo: "¡Eso no es Filosofía!". Pobre, le salió del alma.

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Eso también era Filosofía. Una forma de ver la Filosofía que se practica cotidianamente en numerosos institutos españoles. Una sustancia pregnante, que se adhiere, que queda en lo más profundo. Con consecuencias estéticas y éticas. Que enseña a escribir y a pensar. Y que corre peligro de desaparición, herida de muerte por leyes que no ven más allá de sus narices. Leyes para las que lo español es intrínsecamente inferior a cualquier otro producto europeo, porque nunca los han comparado en serio. Leyes incapaces de ver lo que se ha logrado y por eso mismo capaces de mandarlo todo al garete.

Al garete no, perdón. A pique.

lunes, 3 de marzo de 2014

Opositando


A veces pienso que habría que contratar a un buenista para poner orden en los temarios. A un buenista que con una teoría de teorías hiciese una división clara y distinta del campo, a una persona que colocase las lindes evitando superposiciones y tierras de nadie. Pero tal vez tanta nitidez nos condenase al más gris aburrimiento.

El temario de Filosofía español está formado por 71 temas. El temario de Español francés está formado por cuatro nociones y cuatro obras de referencia.  En el sistema español los árboles no te dejan ver el bosque. Demasiado tupidos. Preparar cada uno de esos temas de una forma sólida y profunda exigiría demasiado tiempo; se impone dar un paseo ligero y resultón. El sistema francés es justo lo contrario: el examen dura cinco horas (ellos son así), y no sacan número de tema, sino que presentan tres documentos en torno a él. Así que para prepararlo no queda otra que profundizar, investigar, trazar líneas y puentes, ligar las nociones y las obras, crear un puré difuso en el que se mezclan historia, literatura, filosofía... todo. Todo cabe, y a la vez no. La apertura es inmensa, pero el jurado la cierra. En el fondo, preparar las oposiciones francesas es un gran trabajo de psicología. 

Ni que decir tiene que es mucho más gratificante el sistema francés. Es menos memorístico, más cercano al mundo, más complejo. Tiene el magnetismo del juego, de la aventura.

¿Qué posibilidades hay de que en la próxima reforma del temario español hagan algo así? De que organicen el saber en torno a grandes núcleos, no a una retahila de capítulos. ¿Pocas? ¿Ninguna?

jueves, 6 de febrero de 2014

Auxiliares de conversación y profesores de lenguas

Ser auxiliar es mejor que ser profesor porque casi nunca tienes que evaluar. Y evaluar es un asco si tienes que hacerlo en francés.

Ser profesor es mejor que ser auxiliar porque nunca vas a tener quinientos alumnos mosqueados porque aún te lías con sus nombres.

Ser auxiliar es mejor que ser profesor porque la creatividad no es una opción, es una obligación.

Ser profesor es mejor que ser auxiliar porque tras seis meses de trabajo y a un mes del final del contrato, maldita sea la creatividad.

Ser auxiliar es mejor que ser profesor porque a tu alrededor hay otros mil auxiliares jóvenes, expatriados y dinámicos, que tampoco tienen amigos cerca, que hablan francés igual de mal que tú y que se mueren por comerse el mundo.

Ser profesor es mejor que ser auxiliar porque los demás profesores se toman en serio tu aula, y no te roban sillas ni la usan como el almacén que es.

Ser auxiliar es mejor que ser profesor porque los alumnos te llegan de doce en doce como los huevos; o bien en forma de grupo completo, sonriente y atento ante la mirada del profesor titular, amenazante en un extremo de la sala.

Ser profesor es mejor que ser auxiliar porque la mirada del profesor titular, aunque él o ella no lo pretendía, te alcanzaba también a ti.

Ser auxiliar es mejor que ser profesor porque los alumnos creen que no hablas su lengua, así que no te queda otra que esforzarte por simplificar el español (y a ellos, por comprenderlo).

Ser profesor es mejor que ser auxiliar porque cuando dices que eres profesora sientes que has triunfado.

Ser auxiliar es mejor que ser profesor porque cuando dices que eres profesora te sientes vieja y acabada.

Ser profesor es mejor que ser auxiliar porque nunca va a llegar el profesor de turno y echarte abajo la actividad que habías preparado para que repartas una comprensión oral y le des al play al radiocaset.

Ser auxiliar es mejor que ser profesor reemplazante pagado por horas porque sabes exactamente cuándo te van a pagar y cuánto te van a pagar, ahorrándote ataques al corazón al recibir nóminas por setenta y dos euros (válgame dios).También hay otras cosas que sabes, como hasta qué día dura tu contrato. E incluso tienes documentos que lo certifican. Es maravilloso.

Ser profesor es mejor que ser auxiliar porque dar clases no es como tener hipo. Las secuencias tienen continuidad, dirección y coherencia, algo imposible de lograr con alumnos a los que ves una vez cada dos semanas. 

Ser auxiliar es mejor que ser profesor porque nadie va a pedirte nunca que organices un viaje de estudios.

Ser profesor es mejor que ser auxiliar porque si eres auxiliar nadie va a pedirte nunca que organices un viaje de estudios.

Ser auxiliar es mejor que ser profesor porque la gente se sorprende de lo bien que hablas francés. No de lo mal que lo hablas.

Ser profesor es mejor que ser auxiliar porque aunque tengas que echar broncas a los alumnos, aunque a veces te tomen por el pito del sereno, les tienes un aprecio sincero y generalmente correspondido. Las relaciones personales entre ellos y tú son directas, cercanas y auténticas. Y (aunque sepas que lo hacen porque son unas pelotas y porque la profesora titular los tiene al hilo y les dicta mucha teoría) cuando te suplican que no te vayas se te queda una sonrisa boba de satisfacción.



La convocatoria de auxiliares para el curso que viene acaba de publicarse. Otra vez, lamentablemente, han cerrado el campo a los que no sean filólogos o similar. Parece que siguen confundiendo a los auxiliares de conversación con profesores de lenguas.

Buena suerte a todos los que postulen. Que sepan que les envidio un poquito.

sábado, 25 de enero de 2014

If all you have is a hammer, everything looks like a nail

Para el profesor, el mundo es pequeño y autocontenido. Su existencia ha girado, desde que alcanza a recordar, en torno a la institución educativa. Parvulario, primaria, secundaria, universidad y ¡hop! regreso al sistema. El hijo pródigo vuelve a casa para ejercer la patria potestad.

Con un ritmo marcado a toque de sirena, con sus normas erigidas en leyes, con sus ritos y sus mitos, la escuela es un pequeño mundo, complejo pero no tanto. Un cosmos ordenado a base de infinitas repeticiones con variación. Siempre igual y siempre diferente. La escuela da pereza pero genera cierta febrilidad. Nada sale nunca del todo bien, pero hay multitud de pequeños detalles que dan satisfacción.

En cuanto a empleo, la docencia no está mal. Es un trabajo (al menos aquí) bien pagado, que deja (sobre todo aquí) mucho tiempo libre y que tiene (aquí y allá) cierta exigencia intelectual. La exigencia intelectual permite escapar del que nunca sospeché que fuese el peor de los males de la vida adulta: el aborregamiento. Cuando dejamos de preparar exámenes, hacer deberes y redactar trabajos, algo dentro de nosotros entra en decadencia. Trabajar en un instituto al menos garantiza un mínimo de gimnasia mental, aunque sea una gimnasia mental restringida a un ámbito muy concreto: la materia que se imparte.

Bueno señalaba las pretensiones totalizadoras y reduccionistas de las ciencias, Maslow decía que al que solo tiene un martillo todo le parece un clavo. La caza de materiales didacticos tiene un efecto estructurador sobre la realidad que rodea al docente. Le ocupa horas y horas, aunque sería difícil calcular cuántas, porque incluso cuando no caza deja las trampas puestas, por si la presa cae. La mirada sobre la realidad está manchada, corrompida según la lógica de la materia. El profesor es la herramienta, de tanto tener el martillo en su mano se ha convertido en el martillo.

Pero no nos pasemos. A mi alrededor hay más tornillos que clavos. ¿Visión lingüística del mundo? Cada vez que le encuentro lógica a la lengua me encuentro sondeando un trasfondo que le es ajeno. Si la estructura de la realidad es tan metafísica, tan gnoseológica, tan ética, tan política, ¿cómo ignorarla? ¿Cómo dar la espalda a ese abismo insondable de vagas verdades y coloridas fantasías? ¿Cómo centrarse en enseñar un idioma, cuando al fin y al cabo no es más que el epifenómeno de una ontología (salvo que sea al revés)?

Doy golpecitos a los clavos con el mango de mi destornillador. Por ahora la cosa cuela. 

martes, 14 de enero de 2014

Proyectos

 Estoy entrando en la recta final de la preparación del viaje de estudios a España. No soy la única que tiene un proyecto en manos: parece que en los institutos casi todo el mundo está embarcado en algún asunto ligeramente peliagudo.

El profano, el ajeno a la obra, se preguntará qué sentido tiene complicarse la vida de esta forma. Si no se gana más o si la el incremento de salario va a ser minúsculo en comparación con el esfuerzo y el tiempo invertidos. Si durante la planificación vamos de catástrofe en catástrofe. Si nos crecen los enanos, ronronean los leones y al tragasables le da un ataque de anginas. ¿Por qué nos hemos metido en ese circo? Yo me lo pregunto al menos dos veces por semana.

La respuesta es que los proyectos tienen magnetismo (y quedémonos con la metáfora del imán, porque es bastante ilustrativa). Los proyectos son pequeñas causas finales que tiran de nuestras vidas. Dan sentido a fuerza de rehuir la pregunta por el sentido.

Alienación, dulce alienación.

Pero no la de Marx, sino la de Hegel.