El programa de las oposiciones francesas gira en torno a
cuatro obras:
-El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez
-Crónica sentimental de la transición, de Manuel Vázquez Montalbán
-El burlador de Sevilla, de Tirso de Molina
-El laberinto de la
soledad, de Octavio Paz
y a cuatro nociones:
-Mito y héroe
-El personaje, sus figuras y sus avatares
-El artista y su época
-Memoria: herencias y rupturas
El examen consiste en desarrollar una de las nociones, a la vista de tres documentos entre los que se encuentra un fragmento de una de las obras del programa.
Alguien por Internet comentaba un hallazgo maravilloso: ¡las
obras y las nociones estaban emparejadas! Cada noción encajaba limpiamente con
una y solo una de las obras del programa. El descubridor parecía eufórico, presentaba sus parejas con el alivio de dividir entre cuatro la complejidad de la preparación
del examen. Pero se engañaba: las nociones son maniquíes a las que les sientan
bien todos los vestidos. Un libro está escrito por alguien, en algún momento,
partiendo de algo dado y creando (por poco que sea) algo nuevo. Tendrá
personajes, o como mínimo, dará cabida a la pregunta por la ausencia de
personajes. Y, desde el momento en que en él aparezca una palabra,
estará repleto de mitos.
La noción de mito y héroe es la más hermosa y profunda de
todas las que proponen. Y no solo porque parezca que cada una de las obras del
programa se la disputen, atrayéndola para sí, erigiéndose en sus sumas
representantes. El mito (que acaba fagocitando al héroe porque el héroe, cuando
más héroe, más mito) acepta mil aproximaciones diferentes, y las mil acaban conduciendo
a la esfera platónica poblada por los universales. La discusión sobre el mito lo es sobre su relación con lo mundano. Puede ser el paraíso perdido
pero recuperable a través del rito, como decía Mircea Eliade, y entonces el ser
humano se vería impelido a dignificar el presente para salvarse del sinsentido de
la Historia. Puede
ser un pedazo del alma que late en una identidad nacional, como decía Maeztu, y
que en el alma española estén o deban estar el Don Juan, la Celestina y el Quijote. Puede
ser tantas, y tantas cosas.
Hablar del mito es hablar de la esencia. Estamos hablando de
la esencia del mito; podemos hablar del mito de la esencia, aunque no parece
que sea lo mismo. No parece. Pero tras cavar unos centímetros en el suelo del
lenguaje y del ser, tras quitar esa primera capa de sospecha y desconfianza que
cubre la palabra mito, nos encontramos con ese mundo brillante en el que todo
tiene, de una u otra forma, cabida. De ahí su fertilidad explicativa. De ahí la
catarsis, de ahí las lágrimas y las risas. Todo es lo suficientemente claro y
lo suficientemente vago. Los mitos crean mundo, en cierto modo son el mundo, al
menos lo son de la única manera en la que logramos acceder a él. A través de las
esencias, de las palabras. Hay un mito dentro de cada ente, de cada gesto, de cada
idea.
No hay un paso del mito al logos. Dentro del logos se
encuentra el mito; dentro del mito se encuentra el logos.