jueves, 13 de marzo de 2014

Mito y mito


El programa de las oposiciones francesas gira en torno a cuatro obras:
-El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez
-Crónica sentimental de la transición, de Manuel Vázquez Montalbán
-El burlador de Sevilla, de Tirso de Molina
-El laberinto de la soledad, de Octavio Paz

y a cuatro nociones:
-Mito y héroe
-El personaje, sus figuras y sus avatares
-El artista y su época
-Memoria: herencias y rupturas

El examen consiste en desarrollar una de las nociones, a la vista de tres documentos entre los que se encuentra un fragmento de una de las obras del programa.

Alguien por Internet comentaba un hallazgo maravilloso: ¡las obras y las nociones estaban emparejadas! Cada noción encajaba limpiamente con una y solo una de las obras del programa. El descubridor parecía eufórico, presentaba sus parejas con el alivio de dividir entre cuatro la complejidad de la preparación del examen. Pero se engañaba: las nociones son maniquíes a las que les sientan bien todos los vestidos. Un libro está escrito por alguien, en algún momento, partiendo de algo dado y creando (por poco que sea) algo nuevo. Tendrá personajes, o como mínimo, dará cabida a la pregunta por la ausencia de personajes. Y, desde el momento en que en él aparezca una palabra, estará repleto de mitos.

La noción de mito y héroe es la más hermosa y profunda de todas las que proponen. Y no solo porque parezca que cada una de las obras del programa se la disputen, atrayéndola para sí, erigiéndose en sus sumas representantes. El mito (que acaba fagocitando al héroe porque el héroe, cuando más héroe, más mito) acepta mil aproximaciones diferentes, y las mil acaban conduciendo a la esfera platónica poblada por los universales. La discusión sobre el mito lo es sobre su relación con lo mundano. Puede ser el paraíso perdido pero recuperable a través del rito, como decía Mircea Eliade, y entonces el ser humano se vería impelido a dignificar el presente para salvarse del sinsentido de la Historia. Puede ser un pedazo del alma que late en una identidad nacional, como decía Maeztu, y que en el alma española estén o deban estar el Don Juan, la Celestina y el Quijote. Puede ser tantas, y tantas cosas.

Hablar del mito es hablar de la esencia. Estamos hablando de la esencia del mito; podemos hablar del mito de la esencia, aunque no parece que sea lo mismo. No parece. Pero tras cavar unos centímetros en el suelo del lenguaje y del ser, tras quitar esa primera capa de sospecha y desconfianza que cubre la palabra mito, nos encontramos con ese mundo brillante en el que todo tiene, de una u otra forma, cabida. De ahí su fertilidad explicativa. De ahí la catarsis, de ahí las lágrimas y las risas. Todo es lo suficientemente claro y lo suficientemente vago. Los mitos crean mundo, en cierto modo son el mundo, al menos lo son de la única manera en la que logramos acceder a él. A través de las esencias, de las palabras. Hay un mito dentro de cada ente, de cada gesto, de cada idea.

No hay un paso del mito al logos. Dentro del logos se encuentra el mito; dentro del mito se encuentra el logos.