Un profesor (un excelente profesor) de
la formación que tuvimos hace unos días nos hablaba de la
importancia de transmitir la cultura española. En concreto, nos
desaconsejaba que nuestros alumnos exclamasen “presente” al pasar
lista, porque en España eso ya no lo decía nadie y si no, si alguna
vez alguno tenía que estudiar allí, todos sus compañeros de clase se
reirían de él. A mí el “presente” no me parecía tan terrible,
pero otra práctica me parecía mucho más difícil de importar a la
tierra patria, así que levanté la mano para preguntar si sería
aconsejable pedir a los alumnos que nos tuteasen cuando nos hablasen
en español. Su respuesta fue tajante: de ninguna manera. En Francia,
a los profesores se les habla de “vous”, así que en español, de
“usted”.
Tratar a alguien de “vous” es
ligeramente diferente a tratarlo de “usted”. El propio término
no es baladí: “vous” significa vosotros, es una cuestión de
tamaño: ¿de qué otra manera podríamos dirigirnos a un individuo
que posee una grandeza tal que desborda lo singular? No es uno, son
muchos. Nuestro “usted” se queda en lo pacato, en el
distanciamiento rudimentario de la lejanía. Usándolo, negamos que nuestro interlocutor sea un verdadero interlocutor, le miramos
por el rabillo del ojo. Como buena tercera persona de singular, es
aquello de lo que hablamos pero no con quien hablamos. Es un recurso
muy radical, incluso desagradable, tal vez por eso nos da miedo y lo
usamos lo menos posible.
A los franceses, el “vous” no les
da ningún miedo. El tratamiento de cortesía está por todas partes, y no porque limite menos las relaciones sociales que nuestro “usted”. Limita lo mismo, y sin desentonar. Puede verse como el epifenómeno de una sociedad
muy jerarquizada, pero también como la herramienta perfecta para
mantener el status quo. Porque esa ordenación piramidal, con sus miles
de ritos, es tal vez lo más sagrado que existe en Francia. Y no hay
nada mejor para evitar que la estructura social se descomponga que
impedir que los miembros de diferentes estratos puedan hablarse con
comodidad.
En torno a esto hay un término muy
llamativo: el “pedigrí”. A veces, los franceses se ponen a hablar
de pedigrís. A un amigo mío se lo preguntaba el casero, para ver si
le compensaba alquilarle el piso; yo tengo que confesar que nunca
me lo había tropezado en directo hasta ayer, en una fiesta (me
gustan las fiestas porque en ellas no hace falta plantearse si toca
usar el “tu” o el “vous”), en medio de uno de los diálogos
más surrealistas que nunca he mantenido:
-Y tú, ¿en qué trabajas?
-He estudiado Derecho y mi mujer es
china.
-Eso no es un oficio
-Ya lo sé. Te estoy diciendo mi
pedigrí.
Muchos franceses son ciegos a estas
cuestiones, hay algunos que se prestan al juego y se enorgullecen de
medrar en la escala social, hay otros que lamentan la existencia de
tantas rigideces. Al margen de opiniones individuales, no cabe duda
de que la sociedad francesa ha sabido encontrar los mecanismos para
perpetuar su estructura jerárquica por los siglos de los siglos y de
que esa jerarquía es, al fin y al cabo, su esencia, su núcleo, su
alma, su cumbre.