martes, 23 de septiembre de 2014

Platón y Aristóteles en clase de español

Cuando estaba en el Pueblito, la Inspección nos mandaba estructurar las Unidades Didácticas a partir de una Tâche Finale, es decir, de una tarea final de cierta complejidad. Las otras actividades y aprendizajes tenían sentido en la medida en que iban dando los recursos necesarios para la consecución este fin. Por ejemplo, si la Tâche Finale era crear un cartel para promocionar una ciudad, durante la unidad se vería el vocabulario de la ciudad, el imperativo, diferentes estrategias publicitarias, el tipo de actividades que hacen los turistas... La Tâche Finale era una auténtica causa final que tiraba de todo lo demás, estimulando su desarrollo. Estructurar una Unidad así es bonito, está dado a escala humana: en el mundo extra-escolar funcionamos de esa manera. Además, permite darle importancia a la creatividad y le otorga un valor al trabajo del alumno, moviéndose a veces por esos resquicios que no atiende ninguna asignatura en concreto.

Ahora trabajo para otra Académie (para otra Consejería de Educación) y en el curso de una semana que nos dieron antes de nuestra “toma de posesión”nos dejaron claro que aquí la “tâche finale” está proscrita. Está terminantemente prohibido incluso pronunciar su nombre. A lo sumo, podemos decir Tâche Complexe, como un eufemismo, y con moderación, siempre mirando a ambos lados del pasillo por si acaso alguien nos está escuchando. Porque ninguna tâche tiene el derecho de tirar de nuestra Unidad Didáctica, toda tâche es mundana, impura y limitada. En esta Académie el principio supremo organizador de nuestras unidades es... la problemática.

De manera que nos encontramos de nuevo inmersos en el apasionante mundo de las problemáticas. La lengua, como es a la vez medio y fin, es un estorbo inmenso para trabajar esas cuestiones metafísico-culturales. Y es que para acceder a los documentos (que además tienen que ser reales, los documentos ficticios o adaptados están tan prohibidos como las tâches finales) hacen falta unos conocimientos lingüísticos que hay que ir proporcionando a los alumnos sobre la marcha, a partir de los que ya tienen. Y a veces tienen pocos. A mis dos grupos de Première (de una modalidad que está a medio camino entre el Bachillerato y la FP de grado medio) las palabras se les atragantan cuando tienen buenas ideas que se acercan a la problemática que estamos trabajando. Intentar hacerles volar tan alto un viernes a las cuatro de la tarde garantiza que te estampen contra el suelo (y más si estamos hablando de un grupo de treinta y dos chicOs).

Pero no me quejo. Por suerte me ha tocado un lycée, y puedo hacer problemáticas que van más allá de meros simulacros (con unos alumnos de collège que están aprendiendo el verbo “comer” pocos debates culinarios en español vamos a tener). Cuando los alumnos saben ya algunas cosas y tienen cierta madurez, crear una Unidad Didáctica a partir de una problemática es muy gratificante. Todo encaja, hay un argumento, se ven varias líneas de fuerza: un auténtico placer. Luego al cocer todo mengua, pero me gusta creer que algo queda de esa estructura original.

Lo que sí que no comparto es la idea de que esta forma de programar permita a los alumnos tratar con lo más elevado a la vez que con lo más terrenal, con la Cultura con C mayúscula a la vez que con las culturillas, con los protocolos académicos a la vez que con las cervezas. Nada de eso: estamos completamente del lado de lo contemplativo y deberíamos asumirlo. Miramos a esa Problemática que flota irradiando divinidad y nos pican los ojos. La intensidad de la luz nos obliga a fijar la vista en el suelo, en los textos, películas, cuadros y fotografías. Negociamos con los particulares para que nos muestren el camino para acceder a ese bien, y milagrosamente lo conseguimos porque cada uno de ellos participa de las grandes ideas ordenadoras, en cada uno de ellos encontramos ciertas semillas de Verdad.

Póngase usted a desgranar la Verdad con treinta y dos alumnos que tienen problemas hasta con el presente de indicativo.