miércoles, 29 de octubre de 2014

Aire

Estoy con Popper cuando alaba el papel de las prohibiciones, de ese marco ordenador de la vida. Un marco que no sólo no mata la libertad ni la creatividad, sino que las excita. En ciencia, esas barreras permiten la comprensión y la manipulación del mundo; en política, el desarrollo de vidas que no tienen que preocuparse por la maldad del vecino. En educación impiden que el tierno niñito se convierta en un ser despreciable; en política educativa, que el sistema degenere.

¿Más prohibiciones aseguran más creatividad y más libertad? Yo diría que al principio sí, luego ya no. Los marcos de los que hablaba Popper siguen siendo necesarios para ubicarnos y ubicar a nuestros alumnos, son "noes" que originan muchos "síes". Pero todo lo inesperado es un delito en potencia, y cuando la lista de interdicciones es muy extensa, acaba siéndolo en acto. La innovación queda proscrita y su lugar lo ocupa la tranquilizadora rutina. El ronco runrún de la rutina, de los ritos.

En nuestra peculiar lista de mandamientos, algunos resultan liberadores y otros opresivos. Resulta liberador el temario de la materia, que desde su apertura nos obliga a trabajar la cultura hispanoamericana más de lo que lo hubiésemos hecho naturalmente. Que nos situa ante un animal vivo, enorme y escurridizo. Es opresivo, en cambio, el mandamiento de terminar cada hora de clase con una traza escrita. ¿Qué necesidad hay? A la divinizada traza escrita se le llama también "fijación de conocimientos". ¿Los conocimientos se fijan si y solo si aparecen en el resumen del día?

Hay unos cuantos mandamientos que, paradójicamente, resultan liberadores y opresivos a la vez. La obligación de uso de materiales auténticos no didactizados es uno de ellos. Por una parte, nos libera de la exclavitud del libro de texto (una tentación que no siempre sería fácil evitar). Por otra, nos machaca si tenemos alumnos que casi no saben el idioma, haciéndonos perder muchísimo tiempo buscando algo que tal vez no exista y que nosotros podríamos crear en cinco minutos. Además, con esta limitación lo lúdico se dificulta y se rompe el hechizo de la imaginación, del engaño. Hechizo que por otra parte ya estaba bastante escacharrado, por ese otro mandamiento que nos obliga a explicitar al comienzo de cada hora de clase los objetivos de la sesión.

 Un marco muy recargado no tiene por qué hacer más hermoso al cuadro. Corre el peligro de ahogarlo. Si los límites son importantes, también lo es el aire. Porque, como saben los fotógrafos, los pintores y los cineastas, es allí, en esos espacios vacíos, donde todo ocurre.

jueves, 23 de octubre de 2014

¿En qué medida?

Yo era muy feliz con mis problemáticas. Hasta que llegaron ellos.

Mis problemáticas eran silvestres, caprichosas, estrafalarias. Como eran los títulos de las Unidades Didácticas se envalentonaban, volviéndose estridentes, pinchando a mis alumnos o dejándolos sin saber muy bien qué decir, con cierto sentimiento de extrañeza. Eran problemáticas problemáticas, estaban- o al menos así lo sentía yo- vivas.

Pero entonces llegaron ellos. Y nos explicaron (a mitad del primer trimestre) cómo debe ser y cómo no debe ser una problemática.

-Por supuesto, la formulación es algo vital. No se puede formular una problemática de cualquier manera. Siempre hay que medir las palabras. Aunque es bien sabido que muchas formulaciones son equivalentes, sólo que unas lo dicen como debe decirse y otras no. Hay que encontrar la forma de formular lo que quieres formular como debe formularse. Tenemos dos reglas: una que prohíbe preguntas a las que se pueda dar una respuesta de tipo sí/ no y otra que prohíbe preguntas a las que se pueda responder por un catálogo. Si no, la respuesta que nuestros alumnos darán al final de la Unidad no será profunda ni reflexiva.

(“Pero yo les pediré que justifiquen su respuesta, yo evitaré que hagan ese catálogo. En el fondo, el nivel de profundidad de una respuesta dependerá de mi voluntad y de la de mis alumnos.” “No, una problemática debe suscitar por sí sola esa respuesta profunda.” Mon dieu, como logremos tal cosa eso sí que será un acto de habla, el mayor desde que el verbo se hizo carne.)

-Veamos... qué curioso. Parece que no podemos comenzar nuestra pregunta como queramos. Así no... así tampoco... tachemos el “cómo”... también el “por qué”... no, esa todavía menos. Ya está: en realidad sólo hay una formulación posible para una problemática. Todas ellas deben comenzar por “¿En qué medida...?”. Por ejemplo, “¿En qué medida los héroes de antes son diferentes a los de ahora?”

Cómo explicar que a ese tipo de pregunta se puede responder tanto con un laconismo binario (absolutamente/en ninguna medida) como con un catálogo (formado por la retahíla de tesis de los documentos trabajados en clase). Cómo denunciar de manera respetuosa ese cientificismo vacuo e infantil, empeñado en medir lo inconmensurable (¿son diferentes en un 60%? ). Cómo no llorar esa pérfida pérdida de frescura, cómo ignorar el dolor del fondo encorsetado por la forma, cómo no aborrecer la gris monotonía de la repetición. Problemáticas sintéticas, problemáticas clónicas, problemáticas al pormayor. Problemáticas a las que se dará respuesta siempre de la misma manera, (un método, otro más, aquí todo son recetas). Así funciona todo, así todo funciona.

Yo era muy feliz con mis problemáticas hasta que llegaron ellos. Ahora no las reconozco, huelen a desinfectante, están frías al tacto. Son problemáticas lobotomizadas, quietas y rígidas, de rostro serio, sus ojos de besugo miran sin ver. Darían risa si su enfermedad no fuese contagiosa. Resulta siniestro este batallón de estatuas.