domingo, 29 de marzo de 2015

La ciudad

Me fascina la capacidad que tienen los sedentarios para ubicar a cualquier persona con la que se tropiezan por la calle. Mira, te dicen, señalando a unos completos desconocidos, esos dos llevan como siete años juntos, y ella estaba antes con aquel que iba tanto a la biblioteca. La ciudad se ha convertido en su campo de estudio, y son muy competentes. Una sedentaria nos explicaba cómo liga por Tinder, donde no hay, decía, ningún riesgo de tropezarte con psicópatas si te fijas en los amigos de Facebook de los chicos con los que contactas y ves que a la mitad los conoces tú también.

Toda la ciudad está triangulada, cada quien es alguien porque lo es respecto a alguien. El primo, el amigo, el nieto, el alumno, el entrenador, el vendedor, el dentista o el perro. Y en general varias de esas cosas a la vez. Nadie tiene esencia en sí. No hay individuos. Todo existente queda definido por sus relaciones en esa red tupida, atrapado en esa telaraña como un vil insecto. Te cacé. Lo peor es que el insecto acepta serlo a cambio de poder ser también araña. Le da igual que otros ojos se claven en su nuca, previendo sus actos, sopesando su valor y envenenándole con una timidez acomplejada y moralista.

Eso da igual. Los sedentarios disfrutan enormemente conociendo la vida del vecino incluso antes de saber su nombre. Tal vez el placer nazca del poder que genera el control (Foucault, que le llaman). No hay misterios, no hay sorpresas, no hay incertidumbres. Aquí el mundo es pequeño y autocontenido, su población es escasa. Un universo que huele a cerrado y en el que cuesta trabajo abrir ventanas. Todo es gris, monocorde, previsible, vulgar, se censura cualquier estridencia. Y encima la gente se queja demasiado, como yo ahora, por ejemplo.