viernes, 29 de mayo de 2015

La máquina de recitar leyes

En la biblioteca me encuentro con un amigo que está preparando las oposiciones para juez. Me confirma que son unas oposiciones durísimas: aunque lleva dos años dedicándose a ellas, es como si acabase de empezar. La gente suele aprobarlas tras cinco, seis, siete años de estudio. Más, incluso. Lustro y pico dedicado a mirar letras escritas en un papel, a almacenar frases en la memoria con la mayor precisión. Años y años viendo desde fuera cómo se pasa la vida, sin ninguna actividad ni horizonte más allá de estudiar.

Miro mis apuntes sobre Ortega y Gasset pero no me concentro. Las oposiciones vecinas me horrorizan y me fascinan. De repente, mientras contemplo un esquema, todo cobra sentido. Ya lo entiendo. Las leyes que aprenden los opositores a juez son lo de menos. Dan igual. Podrían ser letras al azar, números de teléfono o decimales de pi. Lo que hace que los candidatos sean aptos para el puesto son los años de renuncia, la ascética purificación, la negación de la vida. Lo que tiene valor es que el humano se haya convertido en máquina. 

La justicia debe ser imparcial, desapasionada, impoluta; y los jueces tienen que serlo también para poder contemplarla. Deben convertirse en el sujeto trascendental, portador de la razón pura. ¿El precio a pagar? La amputación del vitalismo.

miércoles, 20 de mayo de 2015

Bibliobiografía

Me encanta leer un artículo y encontrarme al final con una lista que no solo incluye los libros que el autor leyó para documentarse, sino muchos más, a veces pertenecientes a campos tan distintos y distantes que no pueden haber aportado gran cosa. Libros que como máximo han aliñado la cosmovisión del autor, que a lo sumo le han aportado matices de caracter general. Libros que a él le han sabido a mucho, pero de los que en su artículo no queda nada. Ni trazas.

Aunque yo qué sé, tal vez ha hecho bien, o incluso se ha quedado corto. Para ser completa la bibliografía debería incluir cada libro o artículo que el autor ha leído en su vida. No vamos a permitir que sea él el que haga la criba de sus verdaderas referencias. Metamos también las obras literarias. Y todos los demás textos, ese programa electoral que leyó en un panfleto, los ingredientes de las madalenas, el prospecto de aquella medicina. No olvidemos lo audiovisual: películas, series, anuncios. Incluyamos cada manifestación cultural, cada palabra, cada paso, cada gesto, cada mirada. Incluso las miradas que no se han lanzado, las palabras que no se han dicho, los libros que no se han leído deben señalarse, pues ellos sentencian igualmente el resultado final.


Todo, hay que incluirlo todo, absolutamente todo. Menos, sería plagio.

martes, 5 de mayo de 2015

Divino tesoro

Hace como diez años leí en una revista que la juventud era un periodo cada vez más largo, y que a nivel europeo (para políticas de juventud) se consideraba que se era joven hasta los treinta y cinco. Me pareció un poco exagerado, pero no le di más vueltas y me quedé con la cifra como referencia.

Hace como cuatro meses, dando clase en el equivalente a primero de Bachillerato apareció la palabra joven. Para asegurarme de que la entendían pedí a uno de los alumnos que explicase lo que significaba. Dijo que un joven era una persona que tenía entre quince y dieciocho años. Yo me atraganté como alguien a quien aplasta de pronto todo el peso de la ley. "¡¿Hasta los dieciocho?!" pregunté. "Madame, mais cela ne veut pas dire "jeune"?". "Sí, claro que significa "jeune". Pero ¿sólo somos jóvenes hasta los dieciocho años?". "Bon, peut-être... Veinte. ¡No más!"

La semana pasada mis amigas de aquí, que tienen mi edad, se pusieron a hablar de la juventud. Una de ellas dictaminó que se era joven hasta los cuarenta años. "¡¿Hasta los cuarenta?!" pregunté, otra vez atragantada, y me vino a la cabeza la irónica expresión castellana ¿no me le quitas nada?. Mis amigas tenían argumentos, aunque eran un poco peculiares. "A ver, fíjate que nosotras ya estamos cerca de los treinta", me dijeron, como si pudiésemos alisarnos las arrugas a golpe de diccionario o como si dejar de ser jóvenes fuese algo que sólo les pasase a otros.

Para qué negarlo, aceptar su redefinición me beneficiaba. Me daba trece años más de locura y libertad sin remordimientos. Cuando ya estaba a punto de entregarles mi alma, una de mis amigas resumió su tesis general: "Hasta los cuarenta se es joven y, luego ya, se es adulto".

Qué pesadilla. Francia me impide aceptar esos conjuntos disjuntos: allí un joven es un jeune homme y una joven es una jeune femme, y los franceses (excepto mis alumnos, que eran un poco surrealistas) utilizaban esos términos para hablar de alguien de entre diecisiete y treinta años, más o menos. Ser adulto no impide ser joven y, afortunadamente, ser joven no impide ser adulto. De hecho, para ser joven hace falta ser adulto porque, si no, se es ado, un adolescence. Hormonas por todas partes, poca responsabilidad, negociar a qué hora se llega a casa y decir con quién se sale... ese tipo de cosas. Un individuo bajo control por su propio bien, para que no se haga daño hasta que aprenda a vivir.

Cada edad quiere tener a la juventud en exclusiva, pero de poco nos vale la juventud si por preservarnos nos infantiliza. Y de menos si nos esclaviza, si cuando por fin tengamos que franquear sus límites nos hace sentir viejos y acabados. Maldita sea la juventud si ostenta privilegios, si cuando se termina algo tiene que dejar de hacerse porque ya no procede. Al cuerno las etapas. A partir de los dieciocho se es adulto y punto. Todo lo demás, meros adjetivos.

Así calló Zaratustra

Zaratustra se ha convertido en el superhombre. Miradlo qué orgullo, cómo se recorta contra todo servilismo. Se pone por encima de Dios, una mera hipótesis, y crea sus valores anclados en la vida. Nada ni nadie le domina, ejerce su voluntad de poder. Escuchad sus palabras, cómo os alienta para que hagáis lo mismo que él. Cómo os exhorta. Cómo os sermonea.

¿Por qué tanto empeño en salvarnos, Zaratustra? ¿A ti qué más te da? ¿Esperas aplausos? No te hacen falta, ya conoces tu propio valor ¿Qué sacas en limpio, entonces? Si no sacas nada, el problema es aún más grave. Parece como si quisieras convertirte en el redentor. Y eso del redentor nos recuerda sospechosamente a una mentalidad a la que despreciabas.

Sobre devenir y referencia

¿Cómo funciona un nombre propio? Si pensamos que lo que hace es "estar por" un individuo, no podemos explicar por qué un enunciado como "Clarín es Leopoldo Alas" es informativo, a diferencia de lo que ocurre con "Clarín es Clarín". Frege solucionó este problema diciendo que vale, que un nombre propio designa a un individuo (que será su referencia), pero lo designa de una forma particular (que será su sentido). El sentido de los nombres es un camino para llegar al individuo, un camino que el hablante hace recorrer al oyente. "Clarín" y "Leopoldo Alas" son correferenciales, pero presentan al autor de La Regenta bajo facetas diferentes.

El espíritu universal, la Idea, Dios, el espíritu absoluto, la libertad, el devenir, la historia, la razón... Cuando más leo a Hegel, más pienso en Frege. Todo designa a lo mismo, el ser parmenídeo se viste de gala y se hace llamar por mil nombres, se retuerce y burbujea, se convierte en lo otro para conocerse a sí mismo. La unidad vomita multiplicidad.