En la biblioteca me encuentro con un amigo que está preparando las
oposiciones para juez. Me confirma que son unas oposiciones durísimas:
aunque lleva dos años dedicándose a ellas, es como si acabase de empezar. La gente suele
aprobarlas tras cinco, seis, siete años de estudio. Más, incluso. Lustro
y pico dedicado a mirar letras escritas en un papel, a almacenar frases en la memoria con la mayor precisión. Años y años viendo desde fuera cómo se pasa la vida, sin ninguna actividad ni
horizonte más allá de estudiar.
Miro
mis apuntes sobre Ortega y Gasset pero no me concentro. Las oposiciones vecinas me horrorizan y me fascinan. De repente,
mientras contemplo un esquema, todo cobra sentido. Ya lo entiendo. Las
leyes que aprenden los opositores a juez son lo de menos. Dan igual.
Podrían ser letras al azar, números de teléfono o decimales
de pi. Lo que hace que los candidatos sean aptos para el puesto son los
años de renuncia, la ascética purificación, la negación de la vida. Lo que tiene valor es que el humano se haya convertido en máquina.
La
justicia debe ser imparcial, desapasionada, impoluta; y los jueces tienen
que serlo también para poder contemplarla. Deben convertirse en el
sujeto trascendental, portador de la razón pura. ¿El precio a pagar? La
amputación del vitalismo.