jueves, 8 de octubre de 2015

La caída del muro

El año que estuve en el pueblito descubrí que la mejor forma de integrarse en un nuevo instituto era pasar muchas horas en sala de profesores. Extranjera, principiante y con escasos conocimientos del sistema educativo francés, aquello era una cuestión de supervivencia (necesitaba enterarme de primera mano de cada procedimiento y del significado de cada sigla). Además, poder explicar a los compañeros qué le pasa a la de Educación Física, por qué han expulsado a esos tres alumnos de quatrième o por qué el ordenador va tan mal es una buena forma de dejar de ser invisible.

El año pasado, como el centro ya no era un collège de un pueblo diminuto sino uno enorme lycée de capital de provincia, la sala de profesores tenía unas dimensiones considerables. Era un pequeño universo con espacios diferenciados y mesas de las que cada departamento se apropiaba de manera tácita. Yo me pasaba la vida en la de matemáticas, donde hice algún buen amigo que todavía conservo. Recuerdo un viernes de tarde en que me pasé dos horas hablando en una mezcla de portugués y español con un stagiaire de historia. Un martes me uní a la conversación sobre sudáfrica que el auxiliar de conversación de inglés, oriundo de allí, mantenía con los de su departamento. Un mediodía antes de unas vacaciones los de lenguas (español-inglés-alemán) hicimos una espicha espectacular uniendo nuestras mesas. Cuando me tocó pedir destino, un profesor que llevaba bata y aparentaba cien años me vino a aconsejar que no escogiese la Académie de Versailles sino la de Créteil (o al revés, no me acuerdo). Cada vez que iba a la sección de ordenadores acababa hablando de lo divino o lo humano con alguien con quien nunca había hablado antes. Veíamos lo que hacían los otros, contábamos anécdotas, nos reíamos estruendosamente y trabajábamos en silencio. Allí pasaba todo. 

Aquí no pasa nada. En mi instituto no hay sala de profesores: hay una habitación que tiene un cartel que pone eso, en tres idiomas, pero es una errata (tres erratas). Se trata de un lugar de paso, silencioso e inhóspito, en el que nadie se queda mucho rato. No sabes ni si saludar. La vida se esconde en los departamentos, sacrosantos hogares cuyas puertas están cerradas. Quien entra en un departamento ajeno a pedir algo se va rápidamente, temeroso, sintiéndose culpable por su intrusión en un espacio privado.

El martes mis alumnos de primero tenían una actividad en el patio y gracias a eso estuve hablando con dos profesores jóvenes y muy majos, de biología y matemáticas. Es posible que nunca más los vuelva a ver. Con una interina de inglés coincidí en un curso y ahora nos saludamos efusivamente cuando nos tropezamos por la escalera, es decir, los viernes entre tercera y cuarta hora. ¿Qué nuevas experiencias me deparará el año escolar? No tengo muy claro si todo esto es cómico o trágico.

Todos los departamentos tienen el mismo tamaño. En el mío somos solo cuatro, pero en casi todos los departamentos vecinos los profesores están hacinados. ¿Por qué lo permiten? Ellos tienen todas las de ganar en la lucha contra esas paredes que les oprimen. ¡Mi reino por una maza! ¡Abajo los departamentos! Docentes del centro, ¡uníos!