sábado, 12 de noviembre de 2016

Cudeos didáctico

Nos modifican un seminario para convertirlo en grupo de trabajo y mis compañeros se indignan porque eso implica que tendremos que poducir materiales y compartirlos con la comunidad educativa. Se indignan mucho. Dicen que crear recursos lleva mucho trabajo y que nadie tiene por qué aprovecharse de eso. Que esa tropelía les recordaba a aquella vez cuando en toda confianza le dejaron sus apuntes a un amigo de la carrera y luego de repente los tenía todo el grupo.

A mí no me importa que mis compañeros utilicen los materiales que he creado. Yo misma se los ofrezco. Al fin y al cabo, extender nuestro influjo es la única forma de trascendencia que nos queda a los ateos. La colaboración crea un entorno fértil y acogedor, como también lo creaba la generosidad con los apuntes en la carrera. Te los prestaban en la biblioteca, te corregían los errores, si faltabas un día se pegaban por prestártelos. Tanto en uno como en otro caso las ideas fluyen, se modifican, se combinan, generan nuevas ideas.

Solo hay un peligro: pisarnos unos a otros. Mis sesiones son autoconclusivas, y aunque encajen mejor en ciertas unidades didácticas se pueden utilizar en varias. Vivo con el miedo de que la compañera de instituto con quien las comparto las utilice en un nivel inferior. Que use en Valores de tercero lo que yo hago en cuarto, por ejemplo, y que el año que viene me toque un grupo de cuarto en el que dos alumnos ya hayan hecho todo lo que yo tenía pensado hacer tal y como yo pensaba hacerlo. O que ni siquiera sepa qué actividades han hecho y cuáles no, que cada día me tope con la incertidumbre al entrar en el aula. La única forma educada de luchar contra esta posibilidad es apurar los límites y utilizar los materiales no en el curso óptimo, donde los alumnos los aprovecharían al máximo y donde más disfrutarían con ellos, sino en el curso más bajo posible. Una lástima.

Este riesgo lo tenemos los de nuestro departamento más que nadie, con esas seis asignaturas similares que se diferencian, si acaso, por la edad de los alumnos. Y con esas dos Filosofías, la de cuarto y la de primero de bachillerato, que por ser ambas iniciales encajan tan mal una con otra. En el caso de asignaturas con temario claro y distinto, no veo qué problema tiene el comunismo para la persona que comparte. Si ella mantiene sus creaciones en secreto, lo hace para desquitarse. Le motiva esa rabia atávica que justifica matar de inanición a quien no ha sembrado antes. Esa idea de que sólo se brilla por contraste. La creencia de que cuanto peores sean los demás, mejores seremos nosotros.

sábado, 15 de octubre de 2016

Alfabetización

De manera imprevista e improvisada, ayer estuve dando clases de alfabetización para inmigrantes. La verdad es que nunca me vi muy capaz de enseñar a leer y a escribir; en magisterio solo aprendí unas cuantas generalidades, sobre todo porque escogí hacer las prácticas en cursos altos de primaria, un poco espinada por esa manera que tienen los niños de seis años de jalearse a sí mismos mientras hacen la tarea y de levantar la mano para decir lo primero que se les venga a la cabeza sobre cualquier tema al azar.

Mis alumnos de anoche eran pocos, aplicados y tremendamente agradecidos. Un placer. El momento álgido fue cuando me puse a escribir frases sencillitas en la pizarra, en mayúsculas y con mi mejor caligrafía, mientras oía a mis espaldas cómo iban descifrando los jeroglíficos, a fuerza de mil tanteos, todos a la vez pero desorganizadamente, como una temblorosa inteligencia colectiva, hasta que los sonidos se convertían en palabras, y las palabras (ese momento era perceptible por el entusiasmo con que de repente se pronunciaban) se convertían en objetos y acciones. De la tinta se va a la idea a través de un camino lleno de baches, aunque a fuerza de recorrerlo lo hayamos hecho transitable.

A veces nos olvidamos de lo precario que es el sentido.

martes, 30 de agosto de 2016

Plazas vacantes

Cuando contemplo las plazas vacantes para el próximo curso, me siento como abriendo la carta de un restaurante. La variedad es enorme y hay muchos platos apetecibles, pero por motivos obvios no puedo comérmelo todo. Hay que escoger. El caso es que el restaurante de inicio de curso se rige por unas normas muy peculiares. Solo queda una ración de cada plato, y hay otros comensales que han llegado antes. Los camareros te exigen una lista de apetencias, por orden de preferencia. Y luego, unos días más tardes, te traerán lo que te toque y te obligarán a comerlo durante varios meses.

El proceso de petición resulta misterioso y emocionante. Se basa en las decisiones de cada cual, pero todas ellas llevan la marca del azar porque faltan datos. Da igual cuántos PEC te leas porque a lo más que llegarás es a intuir el ambiente del centro (y ni siquiera eso, si la última vez que actualizaron su web corría el año 2002). Las opiniones de antiguos compañeros de trabajo sobre los institutos por los que pasaron hay que ponerlas entre paréntesis: los centros cambian y además sus preferencias no tienen por qué corresponder con las tuyas (aún así, cómo evitar sentir temor al leer el nombre de un centro al que has oído maldecir durante todo el curso pasado). Las plazas con perfil (bilingüe, otras asignaturas, alumnado específico...) tienen un encanto especial pero lo parco de la formulación las convierte en sospechosas (por ejemplo: ¿cuántas horas de ciencias sociales tendría que dar? ¿y en qué materias? ¿y en qué cursos?). En resumen, la lista de deseos es contingente incluso para quien la elabora. Si la tuviese que rehacer, sería distinta cada vez.

La responsabilidad del interino sobre la plaza que finalmente obtenga se diluye según el número de interinos que piden por delante de él. El año pasado yo estaba más allá del puesto cien, un lugar tranquilizador que me garantizaba que pusiese lo que pusiese en mi lista, me tocarían las sobras. Mi responsabilidad era nula, ningún impulso que me hiciese cambiar la petición en el último minuto, ningún arrepentimiento. Por aquel entonces, poner por orden los puestos deseados era soñar con mundos ficticios, una simulación deliciosa en que me vestía con ropas ajenas. Este año es diferente: estando más acá del puesto cincuenta, es probable que me den lo que pida, sobre todo si inadvertidamente pido las plazas de las que los interinos más informados que yo están huyendo. La responsabilidad sobre el propio destino (en los dos sentidos del término) está bien perfilada. Por eso me sorprendo deseando que no me den mi primera opción, sino la tercera o la cuarta, es decir, las que por su perfil particular me hubiesen tocado si siguiese en aquel maravilloso puesto ciento-y-pico.

miércoles, 17 de agosto de 2016

A pie

Veraneo en A, un lugar que no está lejos del mar pero tampoco lo tiene en el horizonte. La playa no está dada a escala organoléptica, vamos. Llegar en bus lleva un rato largo caracterizado por el calor, las paradas y la adolescencia. El coche es mucho más cómodo, pero trae consigo cierta desesperación a la hora de aparcar. De una u otra forma, la playa se perfila como un mundo aislado y lejano solo accesible a través de una máquina que circule sobre ruedas.

El otro día fui andando a la playa, algo que no había hecho desde que tenía dieciséis años. Cuando, una hora después, metí un pie en el agua, me di cuenta con estupefacción de que vivía en una ciudad costera. Por alguna razón mágica, si salía de casa en A y caminaba durante una hora, llegaba al mar. Cuando vivía en  Z, si salía de casa y caminaba durante una hora llegaba a la estación de autobuses. Algo, para qué negarlo, mucho menos evocador.

jueves, 9 de junio de 2016

Junio

Junio es todavía un territorio por explorar, la última frontera. Es la primera vez en mi vida que soy profesora en junio. Ni siquiera he vivido un fin de curso estando de prácticas (las prácticas nunca empiezan al principio ni acaban al final). Francia es para mí sinónimo de cursos que se acaban en marzo y abril por fin de contrato; o en febrero, por deserción. Entre una cosa y otra, hace años que no acabo el año.

Pero junio está aquí, imponente, impotente. Bonachón y cansado, lleno de despedidas cariñosas pero sufriendo un horrible deshilachamiento. El mes se alarga y las notas están puestas, el mes se alarga y ya no hay nada que hacer, las horas se hacen blandas, hay treinta y seis grados fuera y dentro no sabemos ni cuantos (los alumnos perfeccionan sus abanicos de papel, no olvidemos que esta es la ciudad del origami). El fin de curso es una asíntota a la que nos acercamos sin tocarla, un concepto matemático que ilustra lo que no existe. Tal vez esa sea la clave, tal vez no haya fin de curso. Tal vez no.

jueves, 7 de abril de 2016

Programaciones

¿Los departamentos deben ser uniformes? ¿Sus profesores deben ser intercambiables? Es decir, ¿deben todos ellos utilizar la misma pedagogía, los mismos materiales y los mismos instrumentos de evaluación?

El hecho de que cada departamento deba definir las programaciones de las materias que imparte nos haría responder afirmativamente a las preguntas anteriores. Si todos sus profesores se rigen por el mismo documento, deben hacer más o menos lo mismo. Son meros ejecutores de la ley. La libertad de cátedra se disuelve en nombre de un consenso (en el mejor de los casos) o de una imposición (en el peor).

¿Eso es bueno? No, no lo es. Los recursos educativos que mejor le funcionan a un profesor son aquellos que ama ciegamente, y raramente los materiales ajenos despiertan tanta devoción. Lo mismo ocurre con la metodología y con la evaluación. Unificar de forma rigurosa la política del departamento oprime, aplasta, quita flexibilidad y frescura. Toda unificación tiende hacia lo gris o hacia lo marronáceo; a menos que por casualidad el departamento entero coincida en una visión de la educación muy particular, lo nuevo tiende a ser aplastado por lo más conservador. Soltar el rollo y hacer un examen por trimestre siempre es más fácil y da menos trabajo, tiene más partidarios.

Las programaciones son obligatorias, pero hay una forma de evitar su tiranía. La lógica nos la pone en bandeja: nada nos impide entender la programación como una colección de disyunciones ("La evaluación se hará a través de exámenes o de trabajos individuales y grupales", etc). Una programación nunca aplastará a quien incluya en ella su modus operandi, con claridad y distinción, como una posibilidad más al lado de la de sus compañeros. Así, el documento no perderá nitidez, ganando en apertura. Así, a lo largo del curso escolar las buenas ideas podrán germinar, salvajes y anárquicas, en todas las mesas del departamento; y se acabarán difundiendo por toda la sala, empacando al conjunto. Unidad como producto, no como punto de partida.

miércoles, 16 de marzo de 2016

Notas educativas

Algo que todavía no he aprendido, y que tampoco me da la gana de aprender, es a ser educativa poniendo notas. A redondear a la baja a todo el mundo en la primera evaluación para que estudien más en la segunda. A no permitir que un alumno pase de un siete en el primer trimestre a un diez en el segundo: la perfección es para el tercero. A reclamarle a un alumno las décimas que se le redondearon en el trimestre anterior para evitar darle la nota máxima (la perfección, una vez más, es para final de curso). A darle el cinco en la evaluación a aquella chica tan maja que se esforzó y logró una media de cuatro con nueve, pero dejar suspenso a aquel chaval que por ir de sobrado acabó con una media de cuatro con nueve.

Es verdad, las notas pueden ser soporte de moralejas. Y algunas de estas moralejas tienen sentido (la del salto del siete al diez no pertenece a esta categoría). La tenacidad y los buenos modales pueden premiarse, pero no de esa forma improvisada, intuitiva e impredecible. Lo que se valore positivamente debe estar establecido, cuantificado y ser públicamente conocido por todos los alumnos. Lo que se penalice, también debe serlo. Incluso el redondeo debe estar regulado. Todos los criterios de evaluación tienen que salir a plena luz del día para que se esfumen las prácticas oscuras.

Sé que la mayoría de los profesores que "flexibilizan" las notas lo hacen para ser más justos y más pedagógicos (el resto lo hacen para construir un relato en torno a la noción de progreso). Y puede que en algunos casos sus procedimientos funcionen. Sea como sea, no perderían efectividad si hiciesen explícito lo implícito. A cambio, evitarían que sus alumnos, frustrados e indefensos ante lo que perciben como un abuso de poder, les fuesen llamando "perra" o "cabrón" por los pasillos del centro.

sábado, 27 de febrero de 2016

Enseñanzas medias

En ninguna asignatura disfruto tanto como en Ética. La vaguedad del programa obliga a darle un enfoque personal y permite la mayor libertad. Sus dos horas semanales le dan una respetabilidad de la que Valores Éticos carece. Y la edad de los alumnos crea una combinación fascinante entre inocencia y sabiduría caótica.

En Ética tenemos libro de texto. Desde que empezó el curso, lo he usado dos veces por aquello del qué dirán. Tras el segundo uso, pedí a los alumnos que no volviesen a traerlo. Ojalá lo pierdan. El libro emite unos gases perniciosos que afectan a su entendimiento. En cuanto lo abren, alumnos que razonaban bien se vuelven bobos, leen sin entonar ni comprender, repiten sin sentimientos. Los efluvios del libro son los efluvios de un cuerpo muerto, las sonrisas que decoran sus páginas están en boca de cadáveres. El libro de texto de ética no tiene malicia ni ironía; es un dogmático sin autoestima que, aunque pretende mostrar la verdad revelada, en el fondo sabe que se la está inventando.

Todo lo contrario a los documentos auténticos. Ellos plantean un enigma únicamente resoluble tras un enfrentamiento directo, una lucha épica. Estos documentos están, o bien en un mundo elevado (clásicos) o en un mundo inferior (cómic, canción, programa donde en realidad habla de otra cosa, artículo, juego de rol, cuento...). Al trabajarlos en clase, el mundo elevado desciende y el mundo inferior asciende, en un movimiento que da sentido a ese precioso apelativo de "enseñanzas medias". La clase se desarrolla siempre en este mundo intermedio.

El profesor no es el encargado ni de subir ni de bajar mundos. Es el encargado de escoger lo más fácilmente subible y lo más fácilmente bajable, y de pinchar a los alumnos para que acudan a esos mundos vecinos para tapar las grietas del propio. Tanto para escoger documentos como para pinchar hace falta ser un poco malvado. Ser irónico, exagerar, hacer afirmaciones sumamente polémicas, vivir en la paradoja. Se trata de suscitar una reacción (o de desencadenarla: es una reacción en cadena). Esto no implica que se evite la belleza, al contrario. Los recursos serán bonitos o no serán: los textos serán lo más literarios posible, las imágenes, de buena calidad; los cortos estarán hechos por gente habilidosa. El epos no queda fuera, se utiliza para magnificar las tesis contra las que habrá que luchar para apuntalar ese mundo intermedio que no deja de tambalearse.

¿Qué puede añadir el libro de texto a este juego de tensiones y batallas? Nada, absolutamente nada. El libro muestra un mundo intermedio sólido y carente de conflictos. Sin grietas pero cuyas ventanas dan a un patio interior. La crítica al libro de texto es extensible al docente que se convierte a sí mismo en la versión hablada del libro de texto, cuyas clases consisten en peoratas sobre cuestiones que a los alumnos no les interesan porque nada les ha hecho interesarse por ellas. Es el fascinante caso del profesor-audiolibro, que en ciertas asignaturas de ciertos niveles educativos puede tener sentido pero que aquí no tiene ninguno. Instala a los alumnos en ese mismo mundo gris donde no hay tensiones, no hay retos, nada impulsa al movimiento. Todas las respuestas están dadas y solo cabe la repetición. Se impone el inmovilismo, o como mucho el escepticismo, en forma de reacción alérgica.

Si en todos los centros las clases de Ética se desarrollasen en ese mundo gris, la desaparición de la asignatura sería una buena noticia. Pero no es así, y la emoción de estas batallas hace que su pérdida sea más que lamentable.

jueves, 14 de enero de 2016

La be delatora

El lenguaje muestra, el lenguaje oculta. Ondea, se escurre, se filtra, chorrea.

Hasta que no tuve que escribirlo en francés, no me di cuenta. Les susbstantifs, los sustantivos, se escriben con la be metafísica, esa be delatora. Desde el momento en que a una palabra se le escapa la be, su genealogía se hace evidente. Los sustantivos son los que tienen sustancia, los que tienen substancia.

A través de esta puerta entramos todos, queramos o no, en una ontología barroca donde todas las cosas "son" por el mero hecho de ser llamadas. El unicornio es. Lo terrorífico es que el lenguaje, con sus malditas bes, nos hace llegar más y más lejos. Porque una cosa es afirmar la existencia de las ligeras esencias y otra muy distinta predicarla de las pesadas substancias. El unicornio tiene sustancia, su nombre la anuncia. A este paso, vamos a acabar alimentándolo.

viernes, 8 de enero de 2016

La experiencia

Parece que van a cambiar los criterios de ordenación de la lista de interinos en la que estoy. En los foros de interinos el ambiente está caldeado: algunos veteranos acusan a los novatos de defender el baremos actual para seguir aprovechándose de un sistema que les permite quitar el puesto a los profesionales que estaban antes, de ser unos engreídos que creen que por tener buena nota en la oposición y en los méritos están mejor cualificados que los que tienen experiencia.

Nota de oposición, méritos, experiencia. La santísima trinidad interina. El quid sería descubrir en qué medida (oh dios mío, no me logro librar de esta formulación) cada uno de estos tres factores participa en la composición del docente ideal. Pero tal descubrimiento es imposible. La nota de oposición está sometida a los vaivenes de la fortuna (el tema que sale, el tribunal...). Los méritos son méritos según y cómo (¿tocar el piano me hace ser mejor profesora de ética?). La experiencia a veces ni es la madre de la ciencia ni la conoce de vista (que levante la mano quien no sepa de un profesor gris, obtuso y soporífero que lleve años calentando el asiento).

Como no se puede saber de qué materiales está hecho el buen profesor, la ponderación de los criterios se convierte en un asunto cortesano y repugnante, en el que los que mejor conocen el sistema y los que más tienen que perder son los que más presión hacen. Es decir, los que llevan media vida en la interinidad y no tienen ganas de estudiar por enésima vez unas oposiciones (pereza comprensible, dicho sea de paso) ni de perder el tiempo formándose (pereza vergonzosa, dicho sea de paso). Ellos canalizan sus intereses hacia los sindicatos, y desde su trono en el baremo la experiencia se infla, engorda, se hace orgullosa y acomodaticia, mira a los otros factores por encima del hombro. Porque ella sí que sabe. Porque ella sí que vale.

¿Queremos dar peso a la experiencia? Muy bien, demos peso a la experiencia real. Más que los años, que pasan sin pena ni gloria, demos valor al desempeño en centros complicados, a los proyectos, a los grupos de trabajo, a las publicaciones. Hagamos que lo que cuente sea moverse, no meramente estar ahí. Es verdad, ya la palabra "experiencia" parece apuntar más a la pasión que a la acción, pero lo que cada cual padezca depende también de los berenjenales donde decida meterse. Lo mejor de todo es que, con esta nueva valoración, los interinos veteranos no deberían quejarse, porque estos bonus solo son accesibles a los ya iniciados y solo se pueden acumular muchos tras muchos años en el cuerpo.


Pronto veremos el nuevo baremo. Mientras tanto, en el sofá y de vacaciones, sigo acumulando esa experiencia salvífica que me acerca cada vez más al reino de los bienaventurados.